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PALACIO DEL ELÍSEO
Lunes 2 de mayo de 2005
Señoras y Señores Ministros,
Señoras, Señores, estimados amigos,
Es un placer ver aquí reunidos a artistas, creadores, intelectuales, responsables culturales y políticos de los veinticinco países de la Unión Europea. Gracias por haber aceptado tan
numerosos la invitación de Francia.
Sus intercambios, día tras día, van trazando una Europa de las artes, una Europa del pensamiento. Ese constante devenir, nutrido por siglos de civilización, ha guiado desde el
principio la larga y bella aventura de unificación de nuestro continente.
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Europa ya era una realidad cultural mucho antes de ser una realidad económica o política. Desde los inicios, nuestras culturas se entrecruzaron, engendrando así con el paso del tiempo
herencias y emociones comunes, forjando una conciencia compartida. Nuestra cultura, nuestra identidad y nuestros valores, son fruto de todos esos siglos de encuentros y desencuentros. La
construcción política de Europa no hubiera sido posible sin ese arraigo histórico común.
De la Antigüedad a la Edad Media, las expresiones artísticas e intelectuales a lo largo y ancho del continente no dejaron de beber de la misma fuente, constantemente renovada. La civilización romana sucede a la griega e incorpora la cultura celta, antes de que Occidente se cubra con " un manto blanco de iglesias ", como menciona un cronista. Tras el románico surge el gótico, pero con él pervive la influencia de Al-Andalus o de la Venecia bizantina. Una conciencia común empieza a afincarse en monasterios y universidades.
En el Renacimiento, Europa es ya una realidad para filósofos, sabios, escritores y artistas. Los humanistas reivindican una " República de las Letras ", patria de clásicos y modernos, de paganos y de cristianos, unidos por una comunidad de pensamiento, allende las fronteras y allende las épocas.
En la Europa humanista coexisten las religiones y las culturas, en el convencimiento noble y bello de que " nada es más admirable que el Hombre". Poco después, la profusión barroca reemplaza el rigor clasicista ; frente al poder espiritual, frente al poder temporal, el hombre empuña su espíritu crítico. Movidos por las luces de la razón, los Filósofos de la Ilustración surcan el continente entero.
Desde Francia, el polvorín de la revolución se extiende a toda Europa, prendiendo los braseros de las pasiones ideológicas y nacionales. Lejos de extinguirse, esta llama se reaviva en el Siglo Diecinueve con el movimiento romántico y pervive hasta en sus últimas metamorfosis, el simbolismo o el modernismo. Filósofos, escritores y utopistas hacen suyos los ideales de los derechos humanos y de la democracia en su búsqueda de la unidad y de la fraternidad. En los albores del nuevo siglo, nuestro continente, fecundado desde siempre por la cultura judía, se hace eco de la Viena de Stefan Zweig y de su Mundo de ayer, justo antes de que se abatan sobre él la catástrofe de las "tempestades de acero", las dos guerras mundiales, y el horror de la Shoah.
Europa sale tocada de la tragedia. Mas, desde los escombros de la guerra, refunda su ideal humanista y empieza a fraguarse una nueva conciencia. La unidad política y económica a las que aspira desde ese momento, ha de ahuyentar la sombra de la guerra y de la barbarie. Gracias a eso, nuestro continente es hoy un espacio de paz, de democracia y de libertad. Con la caída del muro de Berlín, y la ampliación de Europa, se concreta la gran y bella ambición de reconciliar a nuestros pueblos.
Hasta entonces, nuestros pueblos anhelaban por supuesto la unidad, pero una rivalidad ideológica indirimible impedía que coincidiesen valores y proyectos. Europa está por fin
reconciliada consigo misma y con su historia, y nuestras naciones, merced a unos mismos ideales, pueden ya fraguar juntas su destino. De ahí que la Constitución que está por adoptar
abogue no sólo por la defensa común de nuestros intereses económicos, sino también por el apego a un conjunto de valores, principios e ideales, que es lo que hace de Europa un ejemplo
único en el mundo.
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Después de cincuenta años de construcción europea, no podemos sino celebrar lo mucho que hemos avanzado. Pero no por ello hemos de detenernos; nos esperan nuevas etapas, nuevos hitos y
nuevos retos e interrogantes a los que hay que atender.
El proceso de construcción europea tiene ya medio siglo, y si queremos que siga prosperando, es preciso que abramos nuevas vías, asentemos nuestros valores e identidad comunes y proclamemos nuestros ideales. Tenemos que concretar aún más este proceso, para llegue por igual al corazón y a la cabeza de nuestros ciudadanos y les conquiste con nuevos horizontes, nuevas perspectivas y nuevas ideas.
Para ello, sigamos el ejemplo de los creadores europeos, que ignoran las fronteras nacionales. Como Giorgio Strehler, en Francia, que puso en escena Las Bodas de Figaro en el Palais Garnier, entonces dirigido por Rolf Liebermann, y fundó la Unión de teatros de Europa, o Pontus Hulten, que dirigió el Museo de Arte moderno del Centro Georges-Pompidou, y otros tantos. Pensemos también en esas brillantes coproducciones cinematográficas europeas, del Guepardo de Visconti a Las alas del deseo de Wim Wenders. Todos estos ejemplos demuestran que el proyecto europeo es cultural por definición, y probablemente, por vocación, la encarnación de un ideal común de civilización respetuoso de sus múltiples identidades.
Y es que ser europeo no implica renuncia: al contrario, ser europeo, es posiblemente ser aún más francés, alemán, italiano, español, polaco u otro, porque cada nación se beneficia de su unión con las demás, de ese destino conjunto. Desde la Edad Media, la cultura ha impregnado nuestro continente, y ha propiciado a su vez, el rico florecimiento de las culturas nacionales o regionales. La exaltación de la diversidad es a decir verdad inherente a nuestra profunda unidad.
El abundante patrimonio de que disponemos lleva la impronta de nuestra historia común. Nuestra memoria, nuestra imaginación, nuestra reflexión son una misma trama de referencias cruzadas. Nuestras raíces se hunden en la misma tierra. Nuestros sueños beben de una misma fuente.
La cultura se nutre de este mestizaje, lo transforma y lo renueva con las creaciones de nuestro tiempo, para transmitirlo a las generaciones futuras. Ese impulso creador, auténtico acto de fe en la libertad de los hombres y en el futuro, es el mejor exponente de la identidad europea, como rechazo a los dictados de la Historia y lucha contra la fatalidad después de siglos de guerras y de desgarros. Esa lucha contra el Destino engrandece nuestro noble proyecto.
La idea europea, lo que perseguimos día a día, radica también en determinada concepción del hombre y de su dignidad : concepción del hombre como un todo, con sus contradicciones y anhelos, su sed de emancipación y de arraigo, su apego por la libertad y la solidaridad, su defensa de la universalidad y de la diversidad de los pueblos.
Esa idea es hoy más necesaria que nunca. Sabemos que, a diferencia de lo que vocean los agoreros del "choque de las civilizaciones", no podemos replegarnos dentro de nuestras fronteras, enjaular a nuestras culturas cuando todo en ellas aboga por la apertura y el diálogo, el reconocimiento y el respeto mutuos. Hoy más que nunca, hemos de abrir Europa a las otras culturas, y hacer de ella un espacio de creación, un espacio de apertura para todos los creadores, artistas e intelectuales.
La creatividad es vital si queremos hacer frente a la uniformización, avatar de un mundo en el que, cada vez más, todo ha de ser ganancia. La invasión de productos en serie no hace sino indicar el peligro que correría de otro modo la diversidad de las culturas del mundo.
Por ello, hoy más que nunca una de las claves de la construcción política ha de ser la cultura. Esto implica tanto a políticos como a artistas e intelectuales, tal y como transmití en mi llamado " Por una Europa basada en la cultura " del 8 de junio de 2004, que espero que tenga la mayor resonancia posible.
Todos los Estados europeos reconocen la importancia de la cultura en la vida de la Urbe, como expresión de las más elevadas aspiraciones del hombre, de su sed de belleza, de absoluto, de verdad, de perfección. Como vehículo de un dinamismo y de una creatividad que son el nervio de nuestras sociedades. Como un factor de emancipación y de realización de todos los individuos. Como un valor fundamental, y no una actividad secundaria o baladí, para todas las naciones de Europa.
Asimismo, reconocemos que no podemos dejar la cultura a merced de las fauces del mercado, ni someterla a un Estado. Tan nociva es la concentración para la diversidad cultural como la competencia salvaje. Es por lo tanto necesario y legítimo que el poder público, a saber, nuestros Estados, y también Europa, intervenga y garantice la libertad de expresión y la diversidad cultural.
Tuvimos la oportunidad de reafirmar claramente estos principios con motivo de los encuentros de otoño de 2004 en Berlín, organizados a instancias del Canciller Schröder y centrados en
el tema " Dar un alma a Europa ", que fueron los predecesores de los que hoy celebramos.
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Hemos de cultivar nuestra diversidad, hemos de vivirla, de defenderla con uñas y dientes por doquier. Europa y los Estados saben que han de obrar juntos para ello. Es lo que el Tratado
por el que se establece una Constitución para Europa aclara con exactitud.
Éste supone un avance considerable, ya que refuerza las políticas culturales al delimitar claramente las competencias de la Unión y las de los Estados miembros en materia de cultura.
El Tratado constitucional explicita que cada Estado puede elaborar y desarrollar con total legitimidad su propia política cultural. Reconoce además que la Unión europea ha de apoyar a los Estados, con el fin de respaldar o completar sus acciones, y, como lo estipula la Constitución, "poner de relieve nuestro patrimonio cultural común". La vertiente cultural de la construcción europea se convierte así en uno de los objetivos fundamentales de la Unión.
No se trata pues de armonizar o de integrar a toda costa la cultura. Sólo se hará por defecto cuando haya que defender la dimensión económica de algunas actividades culturales cuyo desarrollo peligraría de otro modo, como hemos hecho en el caso de la propiedad intelectual, armonizando según los criterios más exigentes de derechos de autor. Tenemos que seguir desarrollando esta acción conjunta principalmente en la lucha contra la piratería.
Pero si lo que queremos es una verdadera Europa de la cultura, son los Estados quienes han de definir libremente su política cultural. La Unión europea, paladina de la excepción cultural en el mundo entero, tiene por lo tanto que garantizar la capacidad de iniciativa de sus miembros y reconocer el carácter único de la cultura a la hora de elaborar y aplicar sus propias políticas en materia de competencia o de mercado interior, por ejemplo.
Desde ese punto de vista, el Tratado constitucional supone un avance decisivo, transformando la diversidad cultural en uno de sus objetivos fundamentales, como lo indica su lema "Unida en
la diversidad". La Constitución estipula asimismo que la Unión europea ha de tener en cuenta los aspectos culturales en todas sus actuaciones, sean cuales sean.
La especificidad de los bienes culturales contará pues con una base jurídica sólida e incontestable, que reconoce plenamente las ayudas estatales en materia de cultura a nivel europeo.
Esa es ya la base de la directiva "televisión sin fronteras ", relativa al apoyo estatal a las producciones audiovisuales. La Constitución europea será de gran ayuda a la hora de
extender este tipo de sistemas, y Francia seguirá muy de cerca ese proceso.
El Tratado reconocerá también las industrias culturales. Su papel de apoyo a la creación en muchas de sus facetas y a la divulgación de cara al gran público es esencial. Así pues,
hemos de consagrar la especificidad de estas industrias, escudarlas e impulsarlas a salir a la batalla de la competencia mundial para que defiendan a Europa. Eso es lo que plantea Francia
en sus propuestas sobre una fiscalidad de los bienes culturales.
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El Tratado constitucional incorpora por lo tanto definitivamente la Europa de la cultura a las competencias respectivas de los Estados y de la Unión europea. Así, la Unión cumplirá
con uno de sus cometidos naturales, promover el diálogo entre culturas, y obtendrá sin lugar a dudas un mayor apoyo por parte de los ciudadanos. Para ello tendrá que ponerse manos a la
obra y dotarse de una auténtica misión cultural.
Cosa que ya ha empezado a hacer, en la medida en que el principio de unanimidad de los Estados miembros lo permite. Esa es una de las ventajas del Tratado constitucional, ya que salvo en el caso de negociaciones comerciales internacionales, en las que la unanimidad es necesaria para defender la diversidad cultural, bastará con recabar la mayoría cualificada para sacar adelante una propuesta, que ya no podrá bloquear un solo Estado. A nivel europeo, será mucho más fácil desarrollar iniciativas comunitarias. Aplicado al ámbito de la cultura, este principio ofrece amplias perspectivas.
Las puertas de los Estados miembros se abrirán por fin de par en par a las obras y a las culturas europeas, lo que no se ha logrado del todo por el momento.
En el caso del cine y del campo audiovisual, esto tiene su explicación económica : como los mercados nacionales en Europa son más reducidos que los de nuestros mayores competidores, la rentabilidad y la exportación de las producciones europeas quedan trabadas. Por ello, es legítimo que los poderes públicos intervengan. Un buen ejemplo de ello es el programa Media, cuyo fin es favorecer la circulación de películas europeas en Europa y en el mundo, y que merece ser mantenido y desarrollado.
La Unión europea de hecho ya contribuye a acercar a artistas e instituciones culturales para crear un amplio espacio cultural europeo. Ejemplo, la red THEOREM, que reúne festivales y teatros para que en toda Europa se conozcan las obras de los nuevos países miembros, o la red Varèse en el caso de la música contemporánea. Todas estas iniciativas han de ser alentadas y reproducidas.
De los talleres de preparación de estos encuentros han surgido propuestas muy interesantes, como por ejemplo, la de crear un label del patrimonio europeo allí donde no coinciden la lista del patrimonio mundial de la UNESCO y las medidas de salvaguardia nacionales. Nuestra identidad cultural sólo puede salir ganando con esta distinción de nuestros más bellos monumentos y lugares de memoria.
También se ha propuesto crear un fondo europeo de garantía para facilitar la itinerancia de exposiciones en la Unión, y creo que vale sopesar esta opción.
Por ese conducto, se reforzaría igualmente la dimensión europea de la cadena de televisión Arte, que es uno de los estandartes de la cooperación franco-alemana.
Yo mismo propuse crear una biblioteca virtual europea a modo de contribución de nuestro continente a la galaxia del conocimiento. Sería una lástima que se echase a perder nuestro ingente acervo, como son los fondos de nuestras instituciones patrimoniales, en otras palabras, nuestras bibliotecas, por no digitalizarlo, ya que como todos sabemos mañana todo tendrá que estar en línea o correrá el riesgo de caer en el olvido, o peor aún, de desaparecer. Para ello, contamos además con los conocimientos de nuestras empresas en materia de digitalización y de indexación de fondos digitalizados.
Quién sino nosotros ha de valerse de estas bazas y multiplicar su potencial federándolas··· Quién sino nosotros ha de potenciar la investigación y el desarrollo para encarar el desafío fundamental que plantean las tecnologías···Eso es lo que persigue el programa de desarrollo de un nuevo polo de investigación franco-alemán, que lanzamos junto con el Canciller Schröder la semana pasada.
Varios Estados han mostrado ya su interés por la creación de una biblioteca virtual europea, a petición también de los responsables de las principales bibliotecas nacionales de
Europa. La semana pasada, Francia, junto con Alemania, España, Hungría, Italia y Polonia pidieron a la Unión Europea que estudiase esta cuestión. Todos aquellos Estados que deseen
sumarse a la iniciativa serán por supuesto bienvenidos.
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A Europa le corresponde encabezar la lucha por la diversidad cultural a través de proyectos de este tipo. En el mundo de hoy, esta lucha es vital.
¿Por qué? Porque la cultura no es una mercancía, y como tal, no ha de quedar a merced de la ferocidad del mercado. El mismo principio que rige la construcción europea debería de regir la mundialización.
Por eso Francia y Europa llevan más de diez años propugnando la excepción cultural y aduciendo que la OMC, y las negociaciones comerciales que en ella se llevan a cabo, no son el lugar adecuado para tratar de intercambios culturales. Francia, junto con otros países, y con el apoyo incondicional de los profesionales de la cultura, y sobre todo de los cineastas, defiende con ahínco este principio, ya que sus repercusiones económicas son sustanciales. Pero está en juego también nuestra visión del hombre, ya que la excepción cultural es una auténtica declaración política y moral, según la cual hay actividades humanas que no pueden ser reducidas a meras mercancías.
Este principio que todos preconizamos está definitivamente plasmado en la Constitución europea. Derogando a la norma común, el Tratado constitucional exige la unanimidad de los estados para negociar o celebrar acuerdos comerciales en materia de servicios culturales y audiovisuales. Ni la Unión ni Francia harán concesiones en materia de excepción cultural. Ésta no ha de abaratarse bajo ningún concepto.
Con ese mismo ánimo estamos participando en la elaboración en la UNESCO de una convención internacional sobre diversidad cultural. Yo lancé esa idea con motivo de la Cumbre mundial sobre desarrollo sostenible en Johannesburgo, en septiembre de 2002. Y sigue avanzando gracias a la movilización de todos los Estados miembros de la Unión europea y de la Organización internacional de la francofonía. La Comisión, por una petición de Francia que fue respaldada por varios de nuestros socios, se ha implicado mucho en este proceso. Es decir el consenso que ha recabado este tema central en el seno de la Unión. No obstante, no nos congratulemos por el momento, ya queda todavía camino por recorrer y Europa, unida, tiene que seguir dando a conocer nuestras opiniones.
La convención consagrará la especificidad de los bienes culturales, confirmará la legitimidad de las políticas de apoyo a la diversidad cultural y será un marco de referencia para
los Estados y las organizaciones internacionales. No es poco. Francia hará todo lo posible para que sea adoptada este otoño. Y contamos con el apoyo de todos para lograrlo.
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Señoras y Señores,
El mundo de hoy, caracterizado por la complejidad, por no decir la confusión y la agitación, plantea toda una serie de retos; las nuevas perspectivas que ofrecen los progresos tecnológicos; la amenaza de uniformización y el despertar de las identidades; que éstas dialoguen e intercambien entre sí en vez de atrincherarse; que la diversidad sea el cimiento mismo de la unidad de los pueblos; la organización de ese mismo mundo en torno a grandes polos. Europa reúne las condiciones para convertirse en uno de los más potentes de ellos.
Para ello, ha de seguir luchando por ser una gran potencia económica, y por ser una auténtica potencia política. Para tener cabida en este nuevo mundo, ha de ser uno de esos "imperios de la mente" a que se refería Winston Churchill al pensar en los imperios del futuro.
En eso consiste la Europa de la cultura. Ese es el tema de estas jornadas, durante las cuales ustedes tendrán la palabra para que hagan eco a esos poetas, pintores, escritores, músicos, escultores y pensadores que empezaron a componer nuestra identidad común.
Con ustedes, con sus diálogos, su diversidad de opiniones, sus pensamientos, se ve, se toca, se escucha la Europa de la cultura. Con su presencia aquí en París se materializa nuestra fe en un mismo destino europeo, en un destino europeo común.
Gracias por su atención.