Alocucion del Presidente de la Republica, Jacques CHIRAC, con motivo de la Ceremonia Nacional en honor de los Justos de Francia
Paris, 18 de enero de 2007
Señor Primer Ministro,
Señor Presidente del Senado,
Señor Presidente de la Asamblea nacional,
Señoras y Señores Ministros,
Señores Primeros Ministros,
Señoras y Señores Parlamentarios,
Señora Presidenta de la Fundación para la memoria de la Shoah, Querida Simone Veil,
Señor Presidente de Yad Vashem,
Señor Gran Rabino de Francia,
Señoras y Señores,
Hace 65 años, en una Europa avasalla casi en su totalidad, la barbarie nazi decidió llevar a cabo la solución final. Una ideología escalofriante condujo al reinado del terror: una ideología racista, basada en esta criminal y demencial creencia según la cual algunos hombres serían, por naturaleza, "superiores” a otros. Y todo ello en el seno de un continente que considerado como la culminación de la civilización.
Muchos hombres y muchas mujeres fueron condenados a la muerte por los nazis, debido a su origen, como los de etnia Tzigane, o a causa de sus convicciones religiosas o políticas, de sus preferencias sexuales o de su minusvalía. Sin embargo, es contra los Judíos donde se desata la mayor crueldad y violencia sistemática por parte de la locura nazi. Son ellos quienes pagaron el tributo más escalofriante: seis millones de seres humanos asesinados en condiciones inexpresables. La casi-desaparición de los Judíos de Europa. La Shoah.
Al igual que en una pesadilla, Occidente vuelve a los tiempos más oscuros de la barbarie. A través de la destrucción de los Judíos, Hitler desea acabar, en realidad, con toda la civilización judeo-cristiana, con toda la civilización europea, la cual data de varios milenios: la invención en Atenas de la democracia, la eclosión en Roma de una civilización basada en el derecho, el mensaje humanista de la Luces en el siglo 18.
En Francia, país de las Luces y de los Derechos Humanos, país en el que tantos grandes hombres se levantaron en honor del capitán Dreyfus, país que llevó a Léon Blum al frente del gobierno, en Francia, un sombrío manto de resignación, de vileza y de compromisos ensombrece los colores de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad. El poder de Vichy se deshonra, decretando por iniciativa propia, a partir del 3 de octubre de 1940, el siniestro Estatuto de los Judíos, por el cual se les excluía de casi todas las funciones. Los Judíos de Francia quedaron perplejos ante tal antisemitismo de Estado, al haber sido, su país, el primero en Europa, desde 1791, en concederles los derechos de ciudadanos. Aman a su patria con pasión. Lucharon por ella, como Marc Bloch y tantos otros, en 1914 y en 1939: de pronto, ante sus incrédulos ojos, la República abdica, rinde sus armas a Pétain y a Laval y cede el lugar a una pandilla vengativa y odiosa.
Y así, hace 65 años, Francia tuvo la deshonra de realizar el primer convoy de deportación, el 27 de marzo de 1942. Tuvo lugar el mandato alemán del 7 de junio y la ignominia de la estrella amarilla. Tuvo lugar el irreparable crimen del Vel d'Hiv, los pasados 16 y 17 de julio. Y, del 26 al 28 de agosto, la arrambla de miles de Judíos extranjeros en zona libre.
Señoras y Señores,
La oscuridad existe. Pero también existe la luz. Francia, hambrienta, terrorizada, seccionada en dos por la línea de demarcación, está aturdida por el alcance de la derrota. Pero, rápidamente, comienzan a elevarse las voces. Desde el 11 de noviembre de 1940, de Gaulle escribe desde Libreville al Congreso judío mundial, indicando que el estatuto de los Judíos no tendrá validez alguna en la Francia libre. Fustiga la violación, por Vichy, de los "principios de libertad y de justicia igual sobre los cuales se fundó la República francesa”. Y, durante la mayor caída de nuestra historia, a pesar de que la Wehrmacht seguía pareciendo aún invencible, un gran número de Francesas y de Franceses quisieron demostrar que los valores del humanismo se arraigaron en sus almas. En todas partes ponen en peligro sus propias vidas, las de sus hijos, las de sus mujeres, porque acogen, esconden y salvan a aquellos que son perseguidos por ser Judíos. En plena pesadilla que viven los Judíos desde 1940, Francia, su Francia en la que tanto y tan fuerte creyeron, no ha desaparecido. En las profundidades del país, se enciende una luz de esperanza. Es frágil y vacilante. Pero existe.
Hubo esta secretaria del ayuntamiento que repartía papeles a familias judías y que convenció a los habitantes del pueblo a que compartieran sus tickets de alimentación: el valor de una persona afianzó la generosidad de todos. Hubo esta pareja de hoteleros que encontraron ante sus puertas a un hombre hambriento, cansado y abatido: le dieron cobijo durante dos de estos terribles años. Hubo este panadero quien, al reconocer a un adolescente detenido, avisó al director de su escuela; al enterarse de ello, un oficial de gendarmería, miembro de la Resistencia, liberó a este joven, quien, gracias a esta cadena humana de solidaridad y de valor, salvó la vida. Hubo este profesor de latín quien, hasta el final, trató de proteger al alumno, al que presentó a las oposiciones. Hubo esta portera quien, al oír el sonido de los frenos de los camiones alemanes, avisó uno a uno a los ocupantes judíos de su inmueble para pedirles que permanecieran en silencio detrás de sus puertas, salvándoles de este modo de la deportación. Hubo el cura Trocmé, quien hizo participar a todo un pueblo, a toda una meseta de Haute-Loire: Chambon-sur-Lignon, al acoger a cientos de Judíos que escapaban. Hoy en día, el nombre de este pueblo sigue sonando en nuestros corazones. Hubo monjas quienes acogieron, en sus conventos, en sus casas, a niños judíos. Hubo estos curas saboyanos convertidos en pasadores profesionales, al llevar a refugiados de un lado a otro de la frontera. Hubo este general a cargo de una región militar, quien rechazó prestar a su tropa para vigilar el embarco de deportados, lo cual le valió la expulsión inmediata. Hubo un gran número de campesinos quienes, como con gran sensibilidad nos mostró Agnès Varda, acogieron, cuidaron y protegieron a tantos otros niños.
Hubo muchos otros, de todas las clases sociales, de todas las profesiones y de todas las creencias. Miles de Francesas y de Franceses, quienes, sin pensarlo dos veces, escogieron hacer el bien. ¡Qué gran valor, qué grandeza de espíritu tuvieron! Todos ellos conocían los riesgos a los que se enfrentaban: la llegada brutal de la Gestapo, el interrogatorio, la tortura. A veces, incluso, la deportación y la muerte.
Algunos fueron reconocidos como Justos entre las naciones. Otros permanecerán en el anonimato, bien porque perdieron la vida al ayudar a otros, o porque, haciendo gala de modestia, no pensaron siquiera en dar a conocer sus actos. Algunos de ellos se encuentran hoy aquí, al igual que aquellos que salvaron. Saludo a todos ellos con un respeto infinito. En Francia, gracias a esta solidaridad, en palabras de Serge Klarsfeld, los Justos siguieron protegiendo de la deportación a las tres cuartas partes de la población judía de la pre-guerra, es decir, salvándoles de una muerte casi segura: de entre más de 75.000 deportados, tan sólo volvieron cerca de 2.500 supervivientes, después de haber padecido sufrimientos inconcebibles. Usted, querida Simone Veil, puede dar fe de tal ejemplo de valor. La mayoría de los Judíos asesinados fueron entregados a los Alemanes por Vichy y por los colaboradores. Pero la mayoría de los Judíos salvados lo fueron gracias a ciudadanos Franceses.
En el día de hoy, en este homenaje de la nación a los Justos de Francia, reconocidos o anónimos, nos hemos reunidos para recordar nuestro pasado, pero también para enriquecer nuestro presente y nuestro futuro. "Quien salva una vida salva al mundo entero”, dice el Talmud, lema presente en la medalla de los Justos. Es necesario entender toda la fuerza de su significado: al salvar a una persona, cada Justo habrá salvado, de alguna manera, a la humanidad. Tengan la seguridad y el orgullo de que esta memoria perdurará de generación en generación.
Con este gesto nos preguntamos también sobre nuestra propia consciencia. ¿Qué lleva a alguien, ante una elección crucial, a actuar según su deber, es decir, a considerar al otro como lo que es, ante todo, como una persona humana? Para algunos Justos, se trata de una cuestión de convicción religiosa; ellos, sin lugar a dudas, entienden el mensaje de la Iglesia en su totalidad. Otros Justos, a veces los mismos, pertenecen a grupos oprimidos desde hace tiempo, como los protestantes, o bien muestran visceralmente hostiles a la política de Vichy. Pero, para todos ellos, la reacción proviene de lo más profundo del corazón, de la más noble expresión que conocemos como caridad.
Todas ellas y todos ellos, es decir, todos ustedes, tuvieron el valor de ver y de comprender de corazón el desamparo vivido. Este valor animó a Monseñor Saliège, arzobispo de Toulouse, quien influyó enormemente en la concienciación de los católicos de Francia. Minusválido, recluido en su palacio episcopal, supo sin embargo concretizar, en su increíble carta pastoral, los injustificables sufrimientos que tuvieron que soportar estos seres culpables del único crimen de haber nacido. Este valor de ver y de comprender con el corazón lo encontramos igualmente en muchas otras personas: en este vecino de edificio, a quien apenas conocíamos y quien acogió a su familia mientras llamaba la milicia a la puerta.
Ustedes, Justos de Francia, han transmitido a la nación un mensaje esencial, para el presente y para el futuro: el rechazo de la indiferencia, de la ceguera. La afirmación, en los hechos, de que los valores no son principios desencarnados, sino que se imponen cuando se presenta una situación concreta y que sabemos abrir los ojos.
Debemos, más que nunca, escuchar este mensaje de ustedes: luchar contra la tolerancia y la fraternidad, contra el antisemitismo, contra las discriminaciones, y contra toda clase de racismo; es un combate que siempre empieza de nuevo. Si el antisemitismo se desató entre los años 1930 y 1940, es porque no fue condenado con la firmeza necesaria. Porque, de alguna manera, fue tolerado como una opinión más. Este es el mensaje de estos años negros: si se transige con el extremismo, se le deja sitio para que prospere y, antes o después, se pagará el precio. Frente a este extremismo, no cabe más que una actitud: el rechazo, la intransigencia. Es necesario luchar sin piedad contra el negacionismo, ese crimen contra la verdad, esa perversión absoluta del alma y del espíritu, esa forma más innoble y despreciable del antisemistismo.
Señoras y Señores,
Los Justos eligieron la fraternidad y la solidaridad. Encarnan la propia esencia del hombre: el libre albedrío. La libertad de escoger entre el bien y el mal, según su propia consciencia. A todos ellos, en este lugar en el que se honran a los grandes hombres, la nación da fe, en el día de hoy, de su respeto y de su estima. Ustedes encarnan los valores más universales de Francia, fieles a los principios que la constituyen. Gracias a ustedes y gracias a otros héroes a través de los siglos, podemos mirar a Francia a los ojos, así como ver de frente nuestra historia: a veces, encontraremos momentos profundamente oscuros. Pero también podemos ver lo mejor y lo más glorioso de Nuestra historia, la cual debe ser considerada en su conjunto. Es nuestra herencia, es nuestra identidad. Partiendo de ella, trazando nuevos caminos, podemos ir con la cabeza bien alta hacia el futuro. Así es, ¡podemos sentirnos orgullosos de nuestra historia! ¡Podemos sentirnos orgullosos de ser Franceses!
La caída de la República en junio de 1940, la trágica ilusión del recurso a Pétain y la deshonra de Vichy, demuestran hasta qué punto una nación es frágil. Entre nuestras certezas de hoy en día, muchos sienten que Francia es eterna, que la democracia es natural, que la solidaridad y la fraternidad pueden resumirse en el sistema de seguridad social. En una sociedad que, a pesar de sus dificultades, es próspera y estable, y en la que la idea del bienestar parece tender a menudo hacia la satisfacción de las necesidades materiales. Debemos comprender el mensaje de ustedes. Una nación es una comunidad de mujeres y de hombres solidarios, unidos por valores y un destino comunes. Cada cual es depositario de una parcela de comunidad internacional, y ésta tan sólo puede existir si cada cual se siente plenamente responsable. En un momento en el que crece el individualismo y la tentación de los antagonismos, no debemos ver la diferencia en cada ser humano, sino lo más universal que existe en él. A aquellos que se preguntan qué significa ser Francés, a aquellos que se preguntan sobre los valores universales de Francia, ustedes, los Justos, les han concedido la mejor de las respuestas, entre las páginas más negras de nuestra historia.
En el nombre de Francia, en el nombre de toda la nación y en el día de hoy, me inclino ante ustedes con respeto y reconocimiento.
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